
Llega un momento en el que los que trabajamos con la palabra descubrimos que, para comunicar, sus enlaces, sus sumas y restas forman parte de un juego que, a menudo, se escapa y no todos podemos asir. A veces un “adiós” no es más que un “hola” distinto, a veces un “no” se habla más con las manos que con los labios…
Estamos acostumbradas a no reparar en esos “um” que despreciamos por su parquedad, su simpleza, su escaso aliento, olvidándonos de su gran capacidad semántica. Que el lechuzo, cachitas, marido, novio, amante, amigo de todas y cada vez más de todos, esconde sus ojos tras los cristales cuadrados de su mirada y suelta una especie de gruñidito, no se lo toméis a mal: el niño tiene un día difícil, pobre.
El truco: dejad de preguntar, hablad con otro, olvidad que está allí, esperando, acurrucado, rezagado, entonces os verá como una presa que escapa de su mochila y hablará, sin respiro, sin fin. Su “um” puede ser un me alegro de que me preguntes, me gusta verte e, incluso, gracias por estar ahí, amiga. ¡Qué maravillosa imaginación la de las lechucitas! ¡Viva el mundo de Peter Pan!
Por eso es la adolescencia la que mejor entiende esos sonidos nasales, porque necesitan de un esfuerzo en la comunicación, porque precisan el descodificador de la fe, de la ilusión, del mundo de gominolas; así, un “um” puede ser un beso, un buenos días, un te quiero; un “um” puede ser, incluso, más claro que el silencio.
Es un sonido exótico, vibrante, un sonido que anhela más: colores, razas, juventud. Su secreto sabe a tablas de gimnasio, a la fuerza de una tierra, a aroma de rectitud, a quien entiende el valor del dinero, a quien planifica y estudia todas las opciones, a quien da y espera, a quien, ya cercana la madurez, ha aprendido el valor de la verdadera amistad, sin perderse en el sexo, la edad o el trabajo. A quien sabe descubrir lo mejor.
Y si solo quieres palabras, lechucita, entonces, ¡vete al cine!