
Corazón, en el alma solo tengo soledad...” ¡Qué dulces las letras que cantan al olvido y al desamor! Solo hay un problema: ¿existe eso que llaman amor cuando nuestras carnes enfilan la maligna senda que conduce a los treinta?
Antes de los veinte, las hormonas piensan por nosotros y, así, está claro que, sea amor o no, se vive una cierta ensoñación que nos permite jugar sin pensar en más allá y nos dejamos querer, entusiasmados por la locura de esos nuevos sentimientos.
A partir de los cuarenta, el que no ha vivido sus propias separaciones, continúa encadenado a una relación unida por el respeto, la hipoteca o los hijos; y escucha en su cabeza, una y otra vez, esa mentira consoladora de que la pasión se acaba y lo que queda es mucho mejor... ja, ja. Prefiero mariposas en el estómago al almax de la cotidianidad y el aburrimiento. “Marcha, marcha...” Ellos que sigan ideando sus cuernos, nosotras ya nos buscaremos a un Nadal: un portento del juego de muñecas y de sacarle partido a las pelotitas (por cierto, se comenta que, por estas tierras, un lechuzo pavonea su parecido con el manacorense).
Mas, qué ocurre en el pozo sin fondo de los de veintimuchos o treinta y pocos. Los solteros saben mucho ya, los palos recibidos y dados los han reducido a unos simples hipócritas que se niegan a confiar en la entrega sincera o prefieren duchas frías antes que demostrar que suspiran por huesillos ajenos.
Yo os propongo, amigas voladoras, que, empachadas de tanto treinteañero atrapado en su seudoperfección, nos acerquemos a la fresca jovialidad de los veinteañeros: lechuzos, pero sin barriguilla y... tan monos.