
Ser lechuza impone un carácter resistente a los encantamientos: por muchas palabras bellas, una boca que diga tu nombre, por intenciones… no nos perdemos, solo son películas de amor por las que suspiramos un tiempo corto. Pero si el lechuzo en cuestión deja discursos por besos y olvida vacaciones, amigos, trabajo y otros encuentros por acompañarnos en una vuelta a la rutina que a su lado ya no es tal… Ahí, la lechuza destruye temores y muros, que trabajito nos cuesta. ¡Molaaaa, el amor!
Y del cinco pasamos al dos y, si hay suerte, al tres o al cuatro. Y es así, queramos o no, nuestro apodo sigue tras nuestra condición de mujer, esa para la que no existe ni el “yo” ni el deleite en sí mismo, esa que se pierde pensando en él, en el interés ajeno, en cuidar y procurar la felicidad de quien te quiere bien.
Es difícil, lo sé, necesitarlo, percatarnos de nuestra propia insuficiencia, sentirse seres sociales (tanta cañita me va a matar) y ponerse guapa mirando en el espejo de ese otro que te espera, que siempre espera, pobre (la perfección no se me da bien), tanteando el reloj.
Mordiscos, carantoñas, algún insulto que otro, mi chico, mi niño, mi ratoncito, mi amigo, cari o simplemente él. El que te pone nerviosa y no te olvida, el que por ahora te escucha y cambia planes por ti, el que canta, baila o ronronea. Pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena, aunque, tal vez, mañana llueva.
Volver a casa y saber que estás…