
No hay troncos, ni ruedas ni urinarios que puedan contener todo ese caudal, ese líquido ámbar que nuestros lechuzos provincianos esparcen por calles, piedras y elementos varios. ¿Tanta es la urgencia o es la mejor de sus armas de seducción?
Y es que, por lo visto un fin de semana tras otro, es tan poca la evidencia de sus feromonas, que solo consiguen mostrar su esencia masculina, sembrando los terrenos zamoranos con sus embriagadores y varoniles orines. Y nosotras, ahí, hipnotizadas por sus posturas de sensualidad plena, deseosas de que sus higiénicas manos repasen nuestros cuerpos, esperando que, al igual que han olvidado dónde está el baño, olviden nuestro nombre, nuestra cara, nuestra casa... y pegen la vuelta.
Iglesia que ven, iglesia que mean. Y no es que nosotras estemos consagradas a nuestros templos, pero es que ya les huele: a ellos, a nosotras y a todo el pobre que decida pasear por nuestras bellas rúas. El más sacrificado en pos de sus necesidades: el callejón de Los Herreros. Regatos, ríos y afluentes recorren, calle abajo, nuestras suelas y tacones. ¿Y quién se atreve ahora a decir que nuestros lechuzos no son puro macho? “Macho, macho man”.
Así, aún teniendo deseos de redimir sus secretos, de sentir sus pasiones; escapamos, con un fino orgullo presumido, y los dejamos con sus eternas miserias. Podían, al menos, ser tan pulcros como los gatos y lamerse... las heridas en soledad.
Hasta que se les pase el celo, nosotras meditaremos, como juncos huecos, aullando en la noche.
“Vete, olvida mis ojos, mis manos, mis labios, que no te desean..., olvídate todo, que tú, para eso, tienes experiencia”.