
Muchas veces, nosotras nos sentimos atraídas por lechuzos de encantos muy ocultos, esos que nadie más ve ni logra entender (una anomalía hormonal). Otras, vamos todas, cual lobas, olfateando detrás del mismo gavilán, de atractivos más que evidentes. Entonces, la batida está servida y, en lugar de hacer visibles nuestros propios encantos, actuamos como tórtolas y ponemos nuestras miras apuntando al portapresas del resto de contrincantes.
Ay, no, lechucitas, gran error. Ni estamos de caza, ni esto es la guerra. ¿De verdad alguien piensa que merece la pena mirarnos mal?, ¿quién se beneficia de nuestra pequeña reyerta?
Si, al final, sea cómo sea, el resultado es el mismo: feos, guapos, complacientes o desaboríos, no hay quién los entienda... y no seré yo la que me consagre, cual sacerdotisa romana, a un solo dios pagano. Resulta más efectiva la entrega al agasajo personal, al cortejo propio y al culto preciso.
Voto por lo carnal, por sacrificarnos al fuego sagrado, a la delicia prohibida, al sortilegio... Veto la caza menor, me resisto a seguir unas reglas de juego impuestas por un alguacil endemoniado, que solo favorecen al que menos nos valora.
La calidad de la presa no precisa osadías ni bravuras y las lechucitas no pretendemos enfrentarnos con felinos por catar un tierno pardal.
Mas, desde la benevolencia que me otorga la altura de mi quebrado madero, entiendo que hasta las más impasibles despedacen rivales tras cebos, como El Duque, de atrayente complejidad.