Siendo
sufrida, como toda lechuza preciada, no puedo confiar en esos que nunca han
sentido dolor, que no han tenido penas y solo señalan sus propias alegrías. No
me fío, lo siento, de esos a quien la vida no osa curtir a fuerza de golpes y
trompicones, tampoco de quien no es capaz de mal hablar de vez en cuando y
menos de los que no aprecian un buen trago. ¡Me gustan los humanos defectuosos!
De
amarguras, sentires y colores lejanos al marfil, entendemos las lechuzas: una
vez al mes, martirio femenino, dolores y tristezas que pregonan la suerte de
ser mujer. Todas premiadas con puñales atravesados en el vientre, ¡qué repiquen
las campanas! Y serán esos pesares los que permiten que seamos capaces de
sacarle partido al quejido, a que tu vientre se convulsione puntualmente, o no.
Así salimos de la adolescencia, con la suerte de ser sensibles a ciertas cosas
que los agraciados lechuzos no pueden apreciar.
Quién de
nosotras no ha escuchado ante su propia cara eso de “los desarreglos son
normales, cosas vuestras que tenéis que sufrir, mejor en silencio, sin
molestar”, “si te vuelve a pasar: reposo absoluto”. ¡Viva la ciencia médica! En
este caso como en pocos, se hace palpable, abofeteable y notorio lo bien que
sabemos sufrir y lo poco que los flagelamos a ellos. Díganle a un señorito que
se quede quieto porque no hay más remedio, díganle que una vez al mes le va a
doler el alma desde dentro... Pronto habrían impulsado el estudio de sus
entrañas y más rápido se sacarían pócimas que acabaran con sus desangradas
debilidades, con sus anemias y su par de ovarios jipis.
Un
cuchillo y una espada carmesí deberían sentir una vez, solo una, para que se
tiraran de la cama y adorarán hasta nuestra sombra por esa “malasuerte” que nos
da el “gusto” de la maternidad. ¡Un altar para las drogas, somníferos,
antiinflamatorios y síndromes pre, que es lo único que pueden entender!