
Por más que la inteligencia me empuje a pensar que no existen modelos de hombretones así: galantes morenos misteriosos, de manos varoniles y corazones fuertes, ojos oscuros y sonrisa alejada de la debilidad, aún sigo creyendo en que el destino nos reserva, da igual que seamos blancas, rosas o amarillas, o que nuestro color huela a avellana; dulces encantos masculinos. Por ahora, las lechucitas, siempre monas, interesantes, cultas, simpáticas (rasgo impropio de nuestra seca raza castellana)... estamos cansadas de pulgones y observamos como otras, con semblantes de burbujita Freixenet porno, enseñan un poco de pechuga y se lo comen todo, todito. Unos cuantos arrumacos, cual paloma torcaz, y... hecho.
Pues sí va a ser verdad eso de que los lechuzos son sencillos, sí. Pero la que no es fácil, no puede cambiar su condición y, así, pasa la vida, viendo como otras, cansinas como los babosos nocturnos, a fuerza de constancia, carnaza y facilidad, se ríen a nuestra cara y arrastran al miserable de turno tras sus faldas agrestes. Pues, de todos es sabido que las palomas, como los hombres, se alimentan de casi todo lo que sea comestible.
Y yo, en el fondo, las admiro, pues, primero, solo consiguen aletear entre sábanas y plumas y, al final, terminan anidando con la virilidad de estos magos de la chistera, atraídos con halagos y engullidos sin la más leve resistencia. ¡Ole, mis bravías torcaces cazadoras!
Solo lamento la leve incomodidad que supone saber que tu pichón nunca abandonará el nido, pero hará escapaditas a buhardillas ajenas. La belleza impasible, la distinción clásica y la más endemoniada de las alegrías aspiran a más. Donde esté un buen reto, que se quite la simple docilidad.