Algunas de nosotras, por eso de estar acostumbradas a soltar
un no de vez en cuando, como si fuera el dios que nos puede conseguir mayores
atenciones o puestas en escena más propias de películas de amor, confundimos un
rotundo “no”, que en versión lechuzo suele venir en forma de silencio, con un:
“pobre, no sabe lo que quiere, tiene miedo, lo intimido, cuántos problemas
tendrá en casa para dejar sin respuesta mis mensajes, llamadas o gritos de
desesperación”. Sí, lechucillas, nuestro interés equivale a agobio para la otra
parte, a risas o síntoma de “esta está perdida por mí”, y bien es sabido que la
pieza a cazar no solo tiene que ser interesante, sino que ha de hacerse desear
(lo justo, eso sí, que la caza también tiene ganas de saber a alimento y
relamerse).
Y en esto, por mucho que haya cambiado el concepto del amor
y de las relaciones, siglo va siglo viene, abuelas y nietas, hijas y madres han
sufrido lo mismo: de simples que son, no se les entiende. Un no es un no, ¡qué
criaturas los lechuzos, tan extraños, tan poco dados a la matización! Con
nosotras, un no necesita de al menos un dos: el tú que lo diga y el él que lo
crea y, en el medio, siempre queda un tal vez.
Si lo suyo es un no, tú solo
tienes una salida: orgullo, corazón, mucho orgullo, menos líos y más mantas,
atadas a la cabeza, en los pies o asiéndote enterita para quitarte la maldición
del frío. Eso sí, un punto fundamental en esto de los noes es saber si al
moreno le ronda por la cabeza del “on-off” otra rumbosa que bien se quiera,
entonces sí, puede que algún día la querida pase al “no” y el niño se sienta
solo o te le cruces toda mona y se le calienten los síes más abajo de la boca,
mas deja gusto a rancio tomar lo que otra deja.