Palmaditas,
azotitos, algún que otro pellizco colándose por los pliegues de tu cuerpo y
haciéndote señal de que ha llegado la hora de despertar en sueños.
Por ser
lechuzas, a algunas nos corresponde esa virtud de vivir dormidas en plena
noche, disfrutando así de ciertos vicios que se cuelan por la alcoba y que
otros no recuerdan haber vivido al amanecer. Nosotras, sí, con cremas, esposas,
harina y un mechero abrimos los ojos aún dentro de castillos construidos entre nubes y, con cremas, esposas, harina y un mechero que prenda, también abrimos
los ojos a la realidad, durándonos el honor de habernos rozado en sueños con
santos o revolucionarios devotos.
Los
lechuzos que despiertan sin haber vivido tienen por costumbre reprochar las
veces que invitaron, regalaron tus orejas o te dieron la mano, aunque sus únicos
sacrificios fueran un simple café, un beso real, una caricia real y un amor no
tan real, porque ese se esconde en las mazmorras de los castillos soñados,
dicen, y yo ahí aún no he llegado, que me sienta mal el verde humedad y no soy
de colarme dentro de celdas que no me dejen salir. Soy más de la fiesta de
querer que me quieran unos cuatro reyes, aunque me llega con tres: uno que
hable bonito en el idioma del cielo, otro que parezca donado para el bien de
las mujeres desde el mismísimo techo celestial y algún que otro borracho que me
enseñe delitos, juegos prohibidos y convierta el garrafón en vino dulce en mis
labios. ¡Qué vivan los milagros!
El caso
es quererse en llamas, de ahí el mechero. Recordad, lechucillas, un encendedor
en la mano, un poco de jazz en la cabeza y prende el candil en sueños.