
Mermelada, güisqui, a la italiana famiglia o nuestra patata sin más, palabras con las que imitar una sonrisa y volver a cierta inocencia de las de “que no daría yo por tener”. Todo era muy diferente en el patio del colegio, en los parques o cumpleaños infantiles, cuando perseguías al niño de los rizos rubios, “el encanto de las nenas”, o al moreno de intenso azul y no sabías por qué, porque era bruto y tonto, pero gracioso, y te hacía sonreír, aunque le pegaras jugando al rescate, porque lo de “tío bueno” era un concepto que no manejábamos, pero el de “interesante”... nos martiriza desde la cuna. Ya se le veían al niño artes de capullo redomado, seguramente, y nosotras pretendíamos su educación para el mundo posterior: a muchas volverás locas, otras intentaremos provocarte… dolor, a ser posible, dejándote tatuado algún que otro nombre de mujer.
Y qué sonrisas, lechuzas, sin más complicaciones, sin embustes ni tapujos, un amigo, sin necesidad de morir por él, al que mirar a los ojos sinceramente, al que demostrar y mostrar sin más, como pececitos rojos entre burbujas de amor, de esos que no precisan licores para besar ni palabras para amar, de los que olvidan si algún día no llegas, porque te esperan igual.
Ahora, ya no podemos fiarnos de juramentos y desconfiamos de los cisnes disfrazados de Zeus, pues pocos dioses nos han dejado en este mundo de pájaros. Nuestra condena futura será la de Helena, víctimas de la seducción y el arrepentimiento, nos seguiremos enamorando de los príncipes de Troya, del Paris conquistador de las pequeñas ninfas, que nos arrancará los sentidos a la espera de ser rescatadas por un buen caballo de guerreros espartanos.