Amo,
luego existo y sí, a veces se me encienden hasta las orejas, de tanto admirar.
Tampoco sería novedoso que mi pelo jugara al escondite con el sol y me
chamuscara, de tan despacio, pero hoy prefiero que el rojo se suba con la pasión y pedir que me comprueben su grado tocándome las orejas, ombligo o talle.
Y ese
es el tema, que las lechuzas somos más de mirar al suelo que al cielo y, en el
suelo, da gusto encontrarse a quien es capaz de ponerte rojita por piezas,
cuartos o enteros, tanto si te besa como si te pone en modo convexa a poca
distancia, como si el cuerpo conectara todas sus partes, las del alma y los
ápices que sobresalen por fuera.
Estoy
segura de que a cada uno se le enciende una diferente, pues las lenguas,
calenturas y gustos nada tienen de contable y sí mucho de libre albedrío.
Y si
todos sabemos que el amor quema, palpemos, tacto a tacto, para ver qué se
enciende, por dónde sale el humo que tanto atraganta respiraciones y alas.
En mi
caso, he de decir que el amor produce en mí el efecto de volar: imaginad, una
lechuza ardiente por las orejas, con las plumas huyendo entre la piel para no
confundirse con ese carbón que ya no vuela. Y creo que esto me pasa porque mi
amor es bajo como el averno y el fuego se me muestra en las orejas. ¡Tan
calentitas!
Así
debe ser la pasión: trepadora de cuerpos, sin cerebro, ni migajas mendigadas de
cariño, sin aguantar más que lo justo y con pocas pruebas, que todos desconocemos nuestro límite y ninguno es de nadie, pero todos somos de todos.
Amantes,
pasión, cariño, algo extraordinario que nos quita tiempo y mente, pero nos hace
buscar nuevos amigos. Fíate de tu radar, lechucilla, que nos sienta bien y es
un gusto dejar que nuestro cuerpo investigue, busque y vibre.