Ni moscas ni na de na. Pero lo prefiero, pues si la abren, me toca
ensayar delante del espejo la cara de no me cuentes, de no pongas cara de hay
miles de cosas que puedo decirte que van a hacer que valga la pena, que si te
doy una oportunidad, que si te dejo pronunciar mi nombre... Y creo que esta
cara podría cundir entre las lechuzas nocturnas y de buena vida: ¡Qué guapos
están con la boca cerrada o, mejor, tal vez, callada! Si te voy a tocar, besar,
lamer igual, cállate, corazón, que es tan lindo el silencio cuando no se sabe
bien hablar.
Cierto es que alguno domina la lengua patria, tanto que no
hay manera de pararla: te quiero tanto que tuve miedo, ay, te quise tanto. Y es
lo mismo que lo que no te dice el que te hace tanto, tanto, tanto. ¿Mentira o
verdad? a vuestro gusto os lo dejo, lechucillas, pues, si el resultado es el
mismo, ¿qué es mejor: que te quite el sueño con palabras o que te regale
suspiros con hechos?
¿Cartas de amor? Llegada esta edad de la que no puedo
acordarme, se despierta un instinto que no sé si ayuda a o impide la felicidad,
una se vuelve sabia en amores y no cree confesiones ni propias ni ajenas, no se
fía ni de su sombra ni de esa almohada que agarra a pesar del calor de ciertas
lunas.
Las lechuzas nos entregamos mejor al tacto, ese que no
engaña porque es efímero, porque dura solo en el ahora y permanece más en la
piel que en el cerebro. ¡Pobre materia gris, débil ante la esencia de algún que
otro hombre! Nos dejamos el alma en respiraciones, en alientos, en gotas de
humedad mientras se amanece, nos dejamos las piernas en tangos, en noches, en
cantares de emociones, en alguna que otra coma. ¡Canta mi garganta, pero ya no
hay ninguna pena!