Podía
haber empezado con una sentencia al estilo “todo eso que me gusta de ti”, pero
soy de las que tiran hacia la contundencia y la verdad verdadera de la buena y,
si no pongo cuerpo, os empezáis a liar con que si lo que nos gusta de nuestros
lechuzos es la simpatía, la belleza interior que irradia todo su ser, su
ternura... ¡Anda ya, por favor!
Seamos
claros, puede que con el tiempo se les coja cariño, pero lo primero en lo que
nos fijamos es en algo no tan escondido como su bondad, ummm, algo con lo que
poder jugar, aunque solo sea a adivinar nombres o al veo veo. Unas tiran hacia
la curvatura del coxis, otras hacia esos brazos que parecen propios de
marinero, las manos de tocador profesional, el perfume que tanto nos quiere,
esos cuellos que me tientan, pues, creedme, ellos solos me buscan, labios,
bocas de carnes jugosas, sus hombros tan mediterráneos, dientes blancos,
aliento de salitre dulce, sus pechos de nombre de mujer, ese cuerpo entero y
libre que nos hace falta y tan bien nos trata... Su cabello negro, su cabello
plata ¡Ay, por un solo lugar, pero por tantos sitios siempre te quiero, os
quiero!
Más
con las palabras, pero a veces también con los ojos, los años me han devuelto
un yo que tira hacia miradas más abiertas de lo normal, tal vez profundas de
tan superficiales, muy alejadas del tiempo seco que muchos presumen para un
futuro de lechuza vieja. En pícara senectud y mayor fortaleza me veo. ¡Qué
lindos cuerpos!
De
los lechuzos es diferente la mirada, lo juro, dan la vida entera por ratos de
escotes contundentes o culos prietos y turgentes, confiesan poder mezclar su
cariño por uno u otro lado, les dará igual calar en uno u otro laberinto...
Dime, tú, lechucillo, ¿eres más de senos o es el fin de la espalda tu llave?