Conozco algún que otro lechuzo que se escapa de todos los
entendimientos o quereres, que de tan impersonal parece de más allá de Marte.
¿Os habéis cruzado con uno de esos? Parecen, de primeras, moribundos de amor y
te confiesan que ven en ti todo lo que quisieron pretender. Yo les creo, pero
en tomas repetidas y con diferentes dosis: rubias, morenas, fuertes y
sensibles, maduras, yogurinas, seguidoras y salvadoras.
Mueren hoy aquí, mañana allí y sorben de cada lugar, de cada
mujer, deseos, ideas, caricias, incluso vidas enteras, lenguas, portales,
miradas, brillos, consuelos y risas. Platican del antes, del después, de tantas
penas por otras, de lo buenos que son. Ay, amiga, nunca confíes del que presume
de no esperar hacerte daño un día. Y el caso es que nada piden, porque todo
reciben sin más.
Cuánto darían muchas para que se perdieran por el camino del
engaño esos lechuzos que gustan de pronunciar: siempre, nunca antes, toda una
eternidad y si me dicen que esto ya es amor... me queman las alas de tanto
volar. “Te bajaré una estrella, porque te quiero”, “cambiaría mi vida con solo
que lo desees”.
Mas por dentro, esas palabras que dicen fácil, suenan
creíbles por repetidas, aprendidas como fórmulas para huir del dolor, sin más,
no hay más motivos para dañarte, lechucilla. Egoísmo.
Es duro, lo entiendo, sentirse en un sueño no buscado, notar
que esa rendija que creíste abrir es una pesadilla de mentiras. ¿Quién mintió a
quién? Protéstale al destino que te lo puso ahí, pues él no tiene oídos, ni
lengua, ni palabra, ni es realidad.