
Hasta sus majestades los Reyes mágicos de Oriente nos engañan y dan sabor dulce a un regalo para niños malos; un néctar de agua y azúcar para quemar las papilas del pecador.
Ya ni la tradición se respeta, si Baltasar se encargaba de dejar carbón, leña o piedras para los descarriados, ¿dónde está la porción de esta ave sombría? Un año ya dando cañita a mis lechuzos... y mi rey negrito se ha olvidado de mí, ¿estará enfadado por mi ofensa o me espera un 2009 cargado de leña y leña?
Por ahora, algún que otro valiente intenta hacerme pagar mis endiabladas generalizaciones en el blog de La Lechuza, pero sus palabras huelen más a almíbar que a maderas. Y yo, boca descarriada, estoy descubriendo las bondades de esto del dulzor.
¿Podrá esta lechuza olvidar las ofensas y perdonar la vida a los ratoncitos traviesos? ¿Se romperá el encantamiento del mago Rothbart y este ebúrneo cuello se abrirá al celeste Lago de los Cisnes? Y es que la ñoñez no tiene cura y todos los hechizos tienden a romperse en la medianoche, cuando nos gana el juramento de Sigfrido y, a pesar del engaño, soñamos con la belleza del perdón de Odette y confiamos en que, tal vez, la perversidad y arrogancia nazcan de un sortilegio machista que se trunca si conseguimos alejar al príncipe oscuro de la charca de sus amigos y, así, no es él sino otro el culpable y no es él sino la envidia la que dispara cobardía y torpeza contra los tristes cisnes grises de mi lago, que tienen que volar y seguir escapando, un año más, un día más.
Pero cuestan tanto las palabras y el olvido, y tan poco el silencio...