No hay
cosa que más enganche o incomode, a partes iguales, que un abrazo. Un gesto, tan
solo, que es capaz de hacerte creer y caer en esto que yo considero un acto de
fe casi prohibido: el amor.
Estar
tan cerca, más en mente que en cuerpo, va en contra de todas las reglas del
juego lechucil. No hay fuerza que pueda con ese lechuzo capaz de estrangularte
y estrujarte todos tus huecos, sin más, no hay más espacios, ni para el aire ni
para la inteligencia. Sin tiempo: silencio y un abrazo.
Es una
lucha en la que nunca he conseguido medalla y los diplomas olímpicos, casi que
mejor los gano en otros campos, más esforzados, al menos, y mucho más típicos y
comunes. Esas pruebas me dan menos miedo. Una lechuza es capaz de saltar hasta
los dos metros, con pértiga o sin ella (cosa de gustos).
Mientras,
con un abrazo, a una le entra una ceguera tonta que es aún más inverosímil que
la fe religiosa. Veamos, ventajas de creer en un ser superior: el camino duro
se viste de más sencillo. Ventajas de creer que ese que te apechuga y fusiona
entre las alas siempre te amará o que te ha amado: una idiotez que te conduce
al arrepentimiento o a un engaño convencional.
Mas,
ay, me enganchan los abrazos, sobre todo cuando ni un poco los espero. Un chute
de energía, de gas natural, de salvajismo animal en plan suave. Es tal lo que
uno siente, que podemos convertirnos en creyentes, en frágiles criaturitas
preparadas para el tropiezo. Zas, plas, ummmm.
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