
Las cartas de Richard Burton a Elizabeth Taylor han publicado recientemente la desnudez de su amor, en unas fechas en las que en España se discute sobre el uso en público de velos, burkas o cualquier tipo de insignia o símbolo discriminador. Los desencuentros pasionales, su historia incondicional, perfecta por su imperfección, escrita con la violencia de las vísceras, sin flores, sin pasado ni esperas, solo ahora, posesión y libertad, amor y muerte no hubiera sobrevivido como leyenda en el tiempo si la sensualidad y la belleza femenina siguieran siendo tratadas como un problema, como la posesión de un ser diabólico, corrupto o inferior. Si la perversión está en los ojos de quien mira, ¡qué bajen ellos la mirada!
Y no me digan que es religión, una tradición o a una promesa familiar, no quiero que se respete mi salud con el prohibido fumar pero se insulte mi inteligencia o mi nombre, mi pelo o mi cara, porque yo y mis lechuzas somos cuerpo y alma y nuestro recipiente es tentador pero es más peligroso lo que callamos cuando se intenta segregar parte de lo que somos. La mujer tiene que ser y parecer, ¿es eso?, pues si solo una de nosotras es partida en dos por el mandato de un hombre, yo soy apartada, junto a su tocado extraño, de lo que significa el coqueto orgullo de la redondez.
Prefiero el espejo de Elizabeth Taylor, su vientre infértil fue adorado en la intimidad de sus ocho matrimonios, por su cintura, su equívoca dulzura esmeralda, la redondez de sus encantos… Sus besos gemían al ahora de sus amores. Ella brilló con cada una de las manos de sus amantes y nunca pudo olvidar sin más, pero sí seguir viviendo tras el fin del deseo, porque si aprendes a disfrutar de los momentos y a escuchar lo que sientes sin taparte los ojos con la venda de la continuidad, nunca, jamás, podrán relegarte sin más.
Y en versión charanga: doña Cayetana, lozanía y carácter por montera, sin nada que esconder.
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