
Las más pipiolas torturan sus pies con tacones de distinción y centímetros imposibles, pues la generación del danone ha visto fortalecidos los huesos y menguadas las ideas. Pero, qué recriminar si, para nosotras, nada vale: pechos, cabellos, rostros..., lo grande se cae, lo pequeño no llega.
Y así, las lechuzas, educadas a maquillar nuestra desnudez, vivimos atadas a espejos y mentiras. Somos afeites y retoques de color, porque dejamos ganar a lo irreal, a quienes odian nuestra libertad porque no entienden lo que es ser mujer.
El photoshop y el maquillaje, como juego, tienen su punto. ¿Qué lechuza no quiere sentirse mona? ¿quién no quiere una sesión de arreglos tipo Presley? Es divertido, sí.
No tiene la misma gracia inyectarse una toxina que estanque los pasos de la edad; sufrir un mes de inflamación, de dormir boca arriba, de cicatrización... para lucir “unas buenas tetas”, fingidas, extrañas, de dureza artificial. ¿Es gracioso perder acúmulos grasos con un aspirador chupa que te chupa tu cuerpo?
Levantarse un día y ser trasparente, no despertar admiración, envidia y deseo es duro, y muchas, en lugar de valorar los años pasados, compran esas caras de bufón que no pueden escapar del tiempo.
A mis lechuzas, no, a ellas dadles recuerdos y un futuro de amor propio, pintarán canas con cremas para una piel venerable, gimnasia y tratamientos de chocolate, caviar, oro... Dadles movimiento, mordiscos sin atajos, caricias. Que no sean esclavas de una belleza cautiva del tiempo.
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