
Paciencia, un sustantivo con el que las lechuzas nos perdemos, tal que pareciera formar parte de nuestro ADN, un ácido anómalo y maligno que practica con nosotras el masoquismo de ser esencialmente buenas.
Suspiramos por esas mujeres del pasado y sufrimos con ellas tanto que tuvieron que aguantar: solo dos manos para una casa, para un número elevado de hijos, solo dos manos en la intimidad. Imaginamos una vida en la que el amor se puede marchar sin que el tiempo te deje notarlo, matrimonios atados a la costumbre, al qué dirán, a un proyecto de vida con firma masculina.
Y, orgullosas de una falsa libertad, nos creemos diferentes, mas somos solo un reflejo de lo que quisimos ser. Es cierto que amamos fuera y dentro y que entendimos que cada historia que termina puede empezar bien, que no somos de nadie y que el que una vez te humilla y te desprecia seguirá con una segunda o una tercera, si le dejan.
Los lechuzos son así; conscientes de su interior, se han adaptado a los nuevos tiempos: doble galanteo, eficacia y fugacidad, por menos delicadeza, atenciones, nada de perfección. Mis lechuzas lo entienden, incluso lo silencian, comprenden los vaivenes varoniles y la falta de recuerdos en la noche, nosotras sabemos perdonar palabras, besos, intenciones que parecen y no son, porque nos eran indiferentes esos borrachos del olvido y nunca creímos su conquista, aunque sí su amistad.
Nosotras hemos arrancado a mordiscos cada una de las marcas de Eva, mas lo siento por vosotras, lo siento por ti: tú, que sigues confiando en sus requiebros o creíste que sus caricias eran ternuras, ¡pesada cruz!
Ya no pidas padres, no pidas hijos, haz como yo: sujeta la fusta, prueba suaves e intensos y reza el creo en mí.
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