No es que yo venga a dudar aquí de la fidelidad de los
hombres lechuciles, es más, no tengo ninguna duda. Convencida estoy de que eso
de pensar con parte cierta les hace cruzar las piernas y las ganas por no
aplastar a más de una contra la pared y escalar desde su boca, y no encalados
de inocencia o ignorancia, precisamente. Hoy me pregunto y os pregunto por qué
no son capaces de ser felices con lo que tienen y siempre andan al acecho de
faldas hendidas por la mitad.
Me dirán, ellos tan ocurrentes, que entre las de mi plumaje
ocurre lo mismo: acabamos con los más cuitaicos, pero solo nos entregamos,
estúpidamente, por ser más precisas, a otro, al que menos nos atiende, nos mima
o mira y yo no veo eso cierto del todo, pasada la etapa hormonal adolescente,
que pocas hemos superado sin cuernos y sí con algún que otro lametón de
humildad, las lechuzas tendemos a enamorarnos y a olvidar a todo pomposo que se
nos cruce, porque solo uno es mi hombre. ¡Desgraciadicas!
Algunos lechuzos, sin embargo, me han jurado y prometido que
aman profundamente a la dueña de su mano, amarrados bien por si se pierden, sin
desaprovechar la ocasión de que una, que mucho escucha, observe cómo aprovechan
cualquier giro para morder mi oreja o el lóbulo de esa vecinita tentadora, una
drácula, embaucadora o, simplemente, de una de esas que tanto sabe que sabe
demasiado como para novia o esposa (con perdón de las simples, a las que
admiro).
La cosa está, que me voy liando, en si ellos aprovechan el
tirón de lo que se viene llamando “instinto de pelotas” o no son más que unos
"getas," tal que hombres de la Dacia, consentidos por unas y unas: madres, amigas, liantas, novias y fijas…
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